Estando en Marruecos, Fran, un antiguo alumno mío de la Salle me mandó un mensaje que decía: » Tienes el blog abandonado». Habiéndole dedicado a este blog tantísimas horas, me dio pena leer el comentario pero hay momentos en la vida en los que todos tus sentidos están afortunadamente en otro lugar. Ahora la maternidad ocupa mi tiempo y llena mis días de felicidad aunque también procuraré ir retomando poco a poco mis aficiones porque también eso me hace feliz. Así que, la reflexión que voy a escribir hoy sobre el Paso del Estrecho será gracias a Fran, por haberme dado un toquecito de atención. ¡Y muy bien dado, por cierto!
Los que vivimos en el Sur estamos muy acostumbrados a ver el desfile de coches, sobre todo en verano, que se dirige a Tarifa o a Algeciras para cruzar el Estrecho de Gibraltar y pasar así sus vacaciones con la familia, después de un año de trabajo. Gente que un día, como lo hicieran nuestros familiares, y desgraciadamente hoy se ven obligados a hacer, emigraron en busca de un futuro mejor para sus familias. Muchos han vuelto con el pelo blanco pero sus hijos e hijas aún siguen en esos países donde a veces se les considera extranjeros y ciudadanos de segunda categoría. Nosotros, no todos de forma despectiva, mientras los veíamos pasar, decíamos: «Ahí van los moros» mientras nos preguntábamos si en nuestros coches cabía lo que cabía en los suyos.
Yo, por aquel entonces, no sabía que algún día también iría allí de vacaciones para ver a la familia. Desde la primera vez que crucé el Estrecho, con el miedo metido en el cuerpo ante lo desconocido, han sido muchas las veces que he cruzado. Unas veces he tardado más, otras menos pero nunca jamás nos había ocurrido lo de este mes de agosto. En las casi diez horas de espera antes de coger el barco, me dio tiempo de pensar en muchas cosas, además de aburrirme y sentarme de todas las maneras posibles. Nos dimos cuenta de que, sin duda alguna, habíamos decidido salir el día de la «Operación salida».
Al llegar, vimos que había una gran cantidad de coches fuera del puerto de Tánger. Después de un par de horas, los coches empezaron a pitar para romper la monotonía de aquel caluroso día. Se notaba que la gente empezaba a perder la paciencia. De vez en cuando iban pasando vendedores con recuerdos, té, o patatas Pringles. Como no llevábamos nada de comer, cayeron unas patatas aunque fueran con sabor a cebolla. No las considero muy saludables pero no estaba la cosa para exigencias. Y seguía el estrepitoso sonido como si con aquel ruido el barco que nos haría cruzar fuese a llegar antes. Alguien, de vez en cuando, decidía activar la pitada y doscientos coches le seguían después. No iba a servir de nada pero había que protestar; eso pensaba la gente. Menos mal que había un vehículo con un claxon ridículo que nos sacaba una sonrisa de vez en cuando. Por fin empezamos a avanzar para entrar al puerto hasta que los agentes iban seleccionando vehículos para pasar por el escáner: tú sí, tú no, tú sí, tú no. Y nosotros cruzando los dedos para ponernos en la cola del barco pero nosotros: SÍ. Pues sí, nos tocó. Y mientras nosotros esperábamos a pasar el escáner resignados, iban desfilando coches ante nuestras narices que habían llegado horas más tarde para ponerse en la cola. Había tantísimos coches que llegaba un barco, cargaba, se marchaba y volvía a las dos horas. Y así uno tras otro.
Durante esas horas de espera, terminó anocheciendo. De vez en cuando, salíamos del coche para disfrutar del frescor de la noche. Al fin y al cabo, había que intentar disfrutar del momento. Veíamos a niños y niñas jugar tranquilamente alrededor de las filas de coches aunque lo más normal era ver a la gente intentando buscar una postura cómoda para echar una cabezadita. Era curioso ver cómo proviniendo de un mismo país y de una misma cultura, la educación que cada familia daba a sus hijos e hijas al haber emigrado a otros países, era muy diferente. A la izquierda, veías un vehículo en cuyo asiento trasero había una adolescente con su pareja haciéndose carantoñas; a la izquierda, unas chicas que se transformaban al colocarse el «hiyab» (pañuelo que llevan las mujeres musulmanas) y cuyo padre sin duda no les permitiría carantoña alguna en el asiento trasero. Algunas situaciones nos llamaron la atención pero hubo algo que no nos dejó indiferentes. De repente, vimos cómo alguien intentaba meterse en uno de los vehículos pero la gente terminó dándose cuenta y la policía se llevó primero a uno y luego a otro que lo intentó más tarde.
Recuerdas, entonces, que eso mismo había ocurrido un año atrás. ¿Serían las mismas personas? ¿Cuántas veces lo habrían intentado ya? ¿Qué intensidad tiene que tener el sueño de alcanzar la otra orilla para arriesgar tanto? Y entonces, te quedas pensando; pensando en que, a pesar de las siete, ocho o nueve horas que llevas esperando, eso ya no tiene importancia. Todo se hace relativo porque sabes que con los papeles que tienes en tu bolso vas a terminar cruzando. Cruzarás en el barco que está por llegar, o quizás en el siguiente o incluso en el de después. Pero cruzarás al final, sin tener ni idea de los sueños que se acaban de romper, sin tener ni idea de cuántas almas desgraciadamente divagan por el Estrecho ¿Cuántas horas se habrán pasado ellos observando esas infinitas colas soñando con que algún día llegue su turno? ¿Cuántos habrán soñado, al mirar al cielo, con convertirse en ave… y volar?
A quienes persiguen un sueño.

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